LLEGANDO A IGEA
Bordeando la angosta carretera
me dirijo al pueblo que me vio nacer.
En un rrecodo del camino, tras la arboleda
de un barranco, espigada, se ve aparecer
la silueta de la torre parroquial.
Más alta aún, en la cumbre de la colina,
está la ermita de Santa Ana, espiritual
y recoleta, como vigía fiel de la cima.
Parajes conocidos me van acercando
a la villa: Cuesta do la Cuadrada,
Curva del Redajo, —voy recordando
hechos pasados—, Puente de la Cañada
con sus alamedas hasta el rio;
atrás quedó San Roque, a un lado el Pilar,
aquellas estacas viejas —recuerdos míos—
me vieron de niño correr y jugar.
Las primeras casas ya se divisan,
son nuevas y distintas. Sopla el viento.
El sonido de la campana llama a misa;
se oye nitido y claro, por un momento
queda todo en silencio, vacfo.
Luego se ven yuntas hacia la era
con las doradas espigas del estío;
la cosecha ha sidp buena. La primavera
se mostró generosa on lluvia y calor.
Unos niños juegan junto al almacén
de frutas; se eye el ruido do un motor
a lo lejos. Sobre un terraplén
hay un hombre arando la huerta
de frutales, quitando malezas,
ha terminado de labrar y suelta
las mulas del arado. Sutilezas.
Las viejas calles del pueblo recorro
solitario, no han cambiado mucho.
Todo está en su sitio, evoco
el tiempo pasado. Escucho
la voz cascada del viejo alguacil
que estd pregonando: "Se hace saber
qque por orden de la Guardia Civil,
se multará a los de mal proceder".
Unos viejos toman el sol en la plaza.
Sus muchas arrugas hablan de miseria
y pena, trabajos y luchas; raza
son de gladiadores en busca de gloria
José Martínez
Extraido de la revista PALALLANA número 5 de Marzo de 1980