La influencia del hombre en la naturaleza es una realidad desde que en tiempos del Neolítico deja de ser nómada para asentarse en poblados permanentes, desarrolla nuevas herramientas, domestica animales, trabaja el campo para obtener alimentos, elabora tejidos, crea objetos con arcilla para guardar líquidos y granos, etc. Surge también el pastoreo y la trashumancia que permite obtener carne y leche, evitando de este modo el gran riesgo y esfuerzo que suponía la caza de animales salvajes, además del contacto e intercambio de técnicas y conocimientos con otros pueblos.
Sierra de Alcarama, montes de Matamala en la sierra de Igea en proceso de regeneración y encinar de Carnanzún. Foto: Pedro Sáez-Benito Abad
La primera región del mundo donde se produjo la transición de unas sociedades de cazadores/recolectores a otra de productores fue Oriente próximo hacia el año 8500 antes de Cristo, desde donde se extendió a Europa, Egipto, sur de Asia, etc.
El desarrollo de la agricultura y ganadería permitió la aparición de los primeros asentamientos y un cambio radical del modo de vida del ser humano. Esta nueva forma de vida del hombre ha tenido consecuencias enormes en la naturaleza a lo largo de los siglos. Para roturar los campos, primero fue necesario eliminar la vegetación espontánea del lugar mediante incendios provocados que permitieran luego voltear la tierra con el arado arrastrado por bueyes y caballerías. Las nuevas extensiones de pasto para el ganado se generaban del mismo modo, quemando los bosques. Además, se cortaba la leña necesaria para calentar y cocinar en los hogares.
Solanas de Peña Isasa vistas desde las umbrías de Reido (cada año están más pobladas de carrascas) en la sierra de Igea. Foto: Pedro Sáez-Benito Abad
La gran presión sobre el suelo de las actividades agrícolas y ganaderas durante tantos milenios ha tenido como consecuencia la devastación de los bosques primigenios, y a causa de ello, la erosión extrema del terreno. Igea y la Rioja Baja son un claro ejemplo de este fenómeno. Hoy, de aquellas extensas masas boscosas repletas de carrascas y algún roble en las umbrías más frescas, sólo quedan bosques relictos en las umbrías de Carnanzún y Vallaroso, en el Carrascal de Villarroya y monte Yerga. Lo demás es una sucesión de sierras con solanas que son verdaderos eriales, y umbrías en las que los rebrotes de carrasca y matorral a base de estrepa, romero, aulaga, enebro, sabina, etc, sobreviven como pueden en un ambiente de clima mediterráneo con una distribución irregular y escasa de la lluvia y con veranos cada vez más abrasadores que extreman la aridez del terreno.
A pesar de esta descripción algo apocalíptica, podemos tener esperanza en el futuro porque de nuevo el comportamiento del hombre está provocando cambios importantes en la naturaleza, en este caso, gracias a la “no intervención”, cual ha sido el abandono rural y con él el cese de la actividad agrícola y ganadera en los montes y sierras de la cordillera ibérica, y en general, de casi todas las del país.
No olvidemos que hasta los años 50 del siglo XX se cultivaba toda la sierra de Igea, incluso campos con gran pendiente, y que el número de cabezas de ganado era enorme, y desde luego, muy superior al que el terreno y la orografía podían mantener y soportar. Ello produjo una erosión tal que prácticamente todas las solanas son prácticamente irrecuperables porque ha desaparecido todo el suelo. Afortunadamente, en las umbrías todavía todavía queda una capa de suelo capaz de posibilitar el crecimiento de árboles, arbustos y hierbas.
Solamente tenemos que caminar por las umbrías de la sierra de Alcarama, Cacinares, Ulagoso…, para comprobar como se está recuperando el antiguo bosque de carrascas, acompañadas del matorral natural de la zona.
Recuperación espontánea del bosque mediterráneo en la zona de Matamala Foto: Pedro Sáez-Benito Abad
En estas fotografías de la zona de “Matamala” y “Reido” en la sierra de Igea son un claro ejemplo del fenómeno de la regeneración espontánea del bosque mediterráneo gracias a la desaparición de la presión agrícola y ganadera practicada por el hombre durante siglos. Hace 70 años no se veía prácticamente ninguna carrasca en las umbrías mencionadas, hoy están por doquier.
Texto y Fotos: Pedro Sáez-Benito Abad