Madrugar un 26 de julio tiene truco: cuando el destino es la ermita de Santa Ana, el sueño se quita solo. En Igea lo sabemos bien. Un año más, la Asociación Cultural Igeensis vuelve a convocarnos para esa caminata que mezcla fe, memoria y ganas de vernos las caras sin pantallas de por medio. Porque aquí seguimos creyendo que hay costumbres que no se negocian, y subir al amanecer para celebrar a nuestra patrona es una de ellas.
El pueblo despierta despacito, con ese fresquito que anima a abrigarse un poco y a saludar al de siempre con un “¡buenos días!” que suena sincero. El camino de subida se llena de pasos y bastones, de conversaciones a medio acabar desde la última fiesta, de chascarrillos y de algún pequeño rezagado que solo piensa en el chocolate prometido. Entre risas y algún resuello, la ermita aparece como un premio silencioso: piedra, calma y ese paisaje que nos recuerda por qué este rincón de La Rioja nos tira tanto.
La misa, sin florituras, toca fibras dormidas. No hace falta mucha parafernalia para sentir que las raíces siguen sujetando fuerte. Se reza, se recuerda a los que faltan, se agradece lo que tenemos (aunque no siempre lo digamos). Y cuando el “podéis ir en paz” se convierte en movimiento, llega ese momento que todos llevamos oliendo desde lejos: la chocolatada.
La Asociación Cultural Igeensis, con paciencia y cariño, sirve el chocolate humeante y los bizcochos que desaparecen en un visto y no visto. Hay fotos improvisadas, mordiscos compartidos, niños con bigote de cacao y mayores que, entre sorbo y sorbo, se ponen al día. La campa se transforma en una plaza abierta, y el aroma a chocolate se mezcla con el de comunidad, ese que cuesta tanto encontrar fuera de casa.
En un mundo que corre sin mirar atrás, estas paradas son pequeñas rebeldías. Recordarnos que lo auténtico no necesita filtros, que la tradición no es cosa de abuelos, que lo colectivo aún late cuando nos damos la mano para subir una cuesta. Santa Ana, más que en la ermita, está en cada paso conjunto, en cada “vamos, que ya queda menos”, en el esfuerzo compartido y en la sonrisa al llegar.
Que no se pierda esta caminata ni la excusa perfecta para madrugar con sentido. Que sigamos subiendo, celebrando y compartiendo. Porque, al final, lo que nos hace pueblo no son solo las piedras antiguas, sino la voluntad de mantener viva la historia con los pies en el camino y el corazón en lo que de verdad importa. Y si encima hay chocolate al final, ¿quién se resiste?