La Vuelta 2025 pasó por Igea y el pueblo fue un puerto de primera en entusiasmo. Desde dos horas antes ya había gente apostada en las aceras con sillas plegables y esos almuerzos improvisados que aquí salen de maravilla: tortillas que aún estaban templadas, bocatas y termos de café circulando de mano en mano. “Hoy manda la bici”, se escuchaba. Y vaya si mandó.
FOTOGALERÍA DE LA VUELTA A SU PASO POR IGEA
Primero llegó la caravana publicitaria, ese circo alegre que abre camino con bocinazos, música y regalos voladores. Los peques y algún mayor con reflejos de portero, se lanzaban a por gorras, llaveros o bolsas como si fueran metas volantes. Hubo selfies con coches imposibles, banderas (No solo españolas) ondeando y pancartas caseras que dejaban claro de qué pie cojea el pueblo: “¡Igea con La Vuelta!”. La calle era una mezcla de confeti, risas y ese murmullo eléctrico de los días grandes.
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Y entonces, silencio… y zas: motos de la Guardia Civil, zumbido de helicóptero y la serpiente multicolor apareció como un relámpago. El pelotón entró compacto, estirándose y encogiéndose según el trazado caprichoso, con los gregarios haciendo de escudo y los capos abrigados como si fuesen reyes en palanquín. En un suspiro lo teníamos encima: cascos brillando y algún bidón volando hacia las cunetas, directores agitando brazos desde los coches y un rosario de “¡vamos, vamos!” que hizo retumbar las fachadas. Pasó a eso de la una y algo pero el reloj se volvió elástico: sesenta segundos que supieron a fiesta entera.
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La etapa, la novena, entre Alfaro y Valdezcaray, fue un examen de esos que no perdonan despistes. Media montaña con trampas por todas partes, carreteras que pican sin avisar y meteorología con personalidad: viento, ratos de lluvia y un pelotón con mucha hambre. Los intentos de fuga se sucedieron como las olas, pero ninguno cuajaba del todo. Fue una jornada de esas que no lucen en el perfil, pero que te vacían las piernas.
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La traca llegó en la subida final. A 11 kilómetros de la cima, Matteo Jorgenson encendió la mecha con un ataque serio, de los que separan el grano de la paja. Esa sacudida dejó el camino servido para su líder: Jonas Vingegaard olió sangre y, a falta de 10 kilómetros, se marchó con esa frialdad suya que parece fácil desde el sofá pero que es puro sufrimiento. Coronó con clase y se llevó la etapa en Valdezcaray; no le alcanzó para vestirse de rojo, pero dejó claro que el danés ha venido a discutir la general día sí, día también.
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En Igea, mientras tanto, la estampa quedó para el álbum: banderas todavía en alto, charlas de poscarrera en corro, fotos con los peques reproduciendo sprints en la acera y un “¿has visto qué cambio de ritmo?” repetido en cada esquina. La Vuelta siguió su ruta y nosotros nos quedamos con el eco de las bocinas, el olor a bocata recién abierto y esa sensación de que, por un momento, el mundo ciclista nos puso en el mapa a golpe de pedal.
Porque al final, eso es lo bonito: la caravana que te despierta, el pelotón que te eriza y el pueblo que se vuelca. Hoy Igea fue meta de emoción, y eso no hay general que lo iguale.
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