Roberto, en la terraza de su casa de Igea
Hay conversaciones que suenan como una melodía vieja: empiezan despacio, se van enredando entre recuerdos y, cuando acaban, uno siente que ha viajado en el tiempo. Así fue hablar con Roberto Bonastre Díez, (87 años), trompetista, vecino de corazón igeano aunque nacido en Lérida, testigo y protagonista de aquella época en la que las fiestas del pueblo se medían por la intensidad de los pasodobles y la fuerza de los pulmones. "Pues nací en el 38, en Lérida. Mi madre estaba sirviendo allí y, al estallar la guerra, volvió a Igea conmigo recién nacido. Aquí me bautizaron, aquí crecí y aquí me hice músico", empieza contando, con esa voz calmada que aún parece llevar ritmo.
De joven, la música le sacó del pueblo. "A los 18 me fui a tocar a la banda de Beasain. Estuve unos años y luego, ya casado, dejé de venir un tiempo. Las casas de entonces no reunían condiciones para venir con los críos", recuerda entre risas. Pero Igea siempre tira, y Roberto volvió cada fin de semana, siempre con la trompeta a mano y una excusa para tocar.
Roberto con su inseparable trompeta (Años 50)
La bodega, el vino y una charanga naciente
De esas reuniones informales entre amigos, sardinas y vino, nacería, sin pretenderlo, una de las formaciones más queridas del pueblo: la charanga “La Abuelita 4”. "No fui fundador, porque en esos años venía poco, pero sé bien cómo empezó. Teníamos una bodeguita entre la iglesia y la plaza, donde ahora está el bar del Vasco. Allí se juntaba todo el mundo, y había que jugar a “La abuelita 4”, un juego de contar calabacitas. Si te tocaba el número cuatro y fallabas, penalizado: a deber vino".
Así, entre risas, surgió el nombre de la peña, que pronto se convirtió también en charanga. "Primero éramos el Ángel y yo", recuerda, "luego se unió el Caracolito, Guillermo Arévalo… muchos músicos o casi. No todos estudiábamos música, porque aquí no había ni escuela ni medios, pero la ilusión suplía lo demás".
Una trompeta pagada con aceite
Cuando le pregunto cómo empezó con la trompeta, sonríe con una mezcla de orgullo y ternura. "Pues yo qué sé… con quince años ya tocaba en la banda de aquí. Aprendí con unas lecciones que me dio Gonzalo, el alguacil, y mi tío Serapio. Nada de conservatorios ni becas. Mi madre me compró la trompeta por 1.200 pesetas… ¡pagadas con aceite! En aquellos años, una cántara valía mil pesetas. Imagínate el esfuerzo".
Luego la vida siguió su curso: trabajo, familia, idas y venidas. "Estuve doce años sin tocar nada. Hasta que los hijos crecieron un poco, volví y le dije a Ángel: “Oye, compro una trompeta”. Y volví a tocar, primero con guitarras, boleros, rumbas… de todo. Después mi hijo también aprendió trompeta, y hasta mi nieto empezó, pero lo dejó. Pena me dio, tenía madera".
De charanga, en primer término. (Fiestas de 1985)
La Abuelita, alma de las fiestas
Cuando la charanga echó a andar, Igea entera volvió a bailar. "Empezamos Ángel con el bombo y yo solo, sin más. Luego se fueron uniendo todos los que sabían algo o tenían ganas. En fiestas, cuando salíamos por la plaza, la gente se animaba, bailaban, bebían vino y jugaban a La Abuelita 4. Era otra época. Nadie cobraba nada. Tocábamos por gusto, por pasarlo bien".
Recuerda que a veces los llamaban desde las cofradías: “¿Queréis venir a tocar en San Miguel?”. Y si hacía falta pagar a alguien de fuera, se apañaban entre todos. "El de Cornago nos cobraba 30 euros y nosotros, pues se los dábamos. Pero el resto, nada. Tocábamos por el placer de hacerlo".
Durante décadas, La Abuelita fue más que una charanga: fue una familia. "Anárquica, sí, muy anárquica, dice riendo, pero sin un solo lío. Ni discusiones, ni malos rollos. Muchos años, más de cuarenta quizá, y siempre buen ambiente".
Hoy, sin embargo, Roberto suspira con un deje de decepción:
"Ahora también se llama 'La Abuelita', pero no es lo mismo. Cobran. Si no hay dinero, no tocan. Nosotros salíamos cuando podíamos, sin esperar nada. Solo quedan el Caracolito y el del bombardino. Los demás, todos nuevos. Y bueno… los tiempos cambian".
La trompeta y la ausencia de un amigo
La pandemia marcó el final de su etapa musical. "Dos años sin tocar, y cuando quise volver ya no aguantaba. Cogí el bombo, pero tampoco… Y luego, mi mujer se puso delicada, y ya no pude dejarla sola".
El tono se le apaga un instante cuando menciona a su gran amigo. "Se me fue la moral cuando murió Ángel. Éramos muy distintos, incluso de peñas contrarias, pero nos unió la música. Era mi compañero, mi rival, mi amigo. Desde entonces ya no toco igual… ni con las mismas ganas".
De paseo con su esposa
Un obrero con alma de músico
Entre nota y nota, la vida de Roberto fue la de muchos hombres de su generación: trabajo duro y orgullo del deber cumplido. "He trabajado en fábricas de fundición, haciendo moldes y grúas. Era un trabajo bonito, pero durísimo. En invierno te helabas, en verano te asabas. Pero saqué la familia adelante y eso vale más que cualquier cosa".
Cuando le pregunto si hubiera querido vivir solo de la música, no duda, "Sí, claro. Pero no se podía. No había medios, ni becas, ni oportunidades. He aprendido yo solo, a oído. Todo lo que oía lo tocaba, sin partitura. Lo mismo una rumba que un bolero. Escuchaba y lo sacaba. Eso ya casi nadie lo hace".
“La trompeta ha sido mi alegría”
Antes de despedirnos, le pido un consejo para los jóvenes músicos. "Que estudien música. Es preciosa. Te da alegría, te da cabeza, te da amigos. Yo con la trompeta he vivido cosas que no sé ni explicar. He tocado en Galicia, en el Obradoiro; en Zaragoza, en bodas; en Benidorm… He hecho amigos por todas partes. La trompeta ha sido mi alegría".
Y sonríe, mirando al vacío, quizá oyendo aún el eco lejano de una charanga en la plaza, una tarde de agosto cualquiera, cuando en Igea la música no salía de los altavoces, sino del alma.
Roberto, en la puerta de su casa