ALMAS IGEANAS

​Igea de las puertas abiertas

POR MARIO AISCURRI
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Desde niño desarrollé un amor entrañable por este pueblo de serranías riojanas. Allá por los ya lejanos años sesenta del siglo XX, el amor por una tierra que nunca había pisado ya no cabía en mi pecho.

Igea era esas cartas que escribía mi abuelo Sebastián a sus hermanos y hermanas, y las que él mismo recibía de ellos. También era los asombrosos relatos de mi abuela Agustina que me decía, por ejemplo, que, en Igea, uno entraba en su casa por una puerta, bajaba al sótano y, por otra puerta, salía a la calle siguiente. Mi cuerpo podía sentir el cálido amor fraterno en aquellas cartas y mi cabeza el acicate a la imaginación que era pensar un pueblo inconcebible en la llanura, tan plana como un mar en calma, que configuran las Pampas Argentinas. 

Ya grande, quizás demasiado, anduve cinco veces por sus calles disfrutando de su aire amable y de su bella quietud… quietud que se convertía en vértigo en las horas de chiquiteo en los bares, contraste que es difícil de encontrar en otros sitios. Es que las horas tiradas en cafés en las grandes ciudades no pueden ocultar la soledad y el desarraigo y el vértigo no halla reposo; peor allí, en el Bolero o el Avenida, la conexión y las raíces estaban a flor de piel y los paisanos parecían mirarse siempre a los ojos aún sin levantar la vista.

Antes de llegar por primera vez en 2007, imaginaba un lugar quedado en el tiempo, casi inmóvil, siempre igual a sí mismo. Pero resultó que la realidad no era así. Apenas llegué me di cuenta que Igea era una entidad viva y cambiante. De este modo, fui viendo, en cada viaje, algunas transformaciones significativas (no todas, las últimas, no, claro está).

Cinco veces estuve allí hasta hora, y no sé cuántas más vendrán (espero que muchas). En cada viaje, fui encontrando parientes y formando amistades duraderas. Es que la Villa de Igea no es el mantenimiento de los edificios y cuidado y respetuoso diseño urbano; son fundamentalmente esas gentes de carne y hueso con nombre y apellido, esas gentes “que laboran, pasan y sueñan” por sus calles y por su campos… y, entre esas gentes, mis familiares y mis amigos.

No llegué con la mente vacía en 2007. Durante los quince años anteriores me fui preparando para arribar a esta especie de tierra prometida. Conversé con los mayores de mi familia que habían nacido allí y aún vivían en Buenos Aires y el Mar del Plata. Me conecté con la peña de Los Guarros, en especial en una sostenida correspondencia electrónica con Manolo Sáez Benito; me conecté del mismo modo con Matilde “Mati” Martínez que vive en Rufino (Provincia de Santa Fe). Es difícil explicar cómo se fueron dando las cosas, cómo las palabras que parecían transmitir información pura y dura, transmitían sentimientos que a otros parecerán inefables, es decir, intransferibles con palabras.

Por fin, a fines del invierno de 2007, viajé a mi querida y deseada Villa. Un cartel carretero me indicó que había llegado. Voy a contar algo que nunca conté. Antes de sacarme la consabida fotografía junto a ese cartel, me arrodillé y besé la tierra. Tuve la fortuna de que nadie me viera y profanara, involuntariamente claro está, ese acto tan íntimo. Estaba con mi hijo y creo que ni él se dio cuenta.


Mario


Había llegado y allí estaba, pero todo podría haber pasado después de una breve recorrida casi turística. Pero entonces conocí a una persona maravillosa que transformó mi relación con el pueblo, haciendo que mi visita fuera mucho más que un recorrido superficial. Carmen Martínez Espada. Sí, la Caracola. Ella fue la que me abrió las puertas de su corazón, de su casa y de la Villa de Igea. 

Caracola

Ella me hizo recorrer la comarca, Cornago, Valdeperillo, Cervera. Con ella subí a la ermita de la Virgen del Villar… y también a la de Santa Ana. Ella, que era prima hermana de mi madre, me llevó a las casas de los otros sobrinos de mi abuelo Sebastián que aún vivían en la Villa. También conocí y traté a sus hijos, mis queridos primos Ángel y Manolo. Yo la llamaba tía, simplemente por la edad, pero era mi prima segunda. Pero, como tía, Ella, me enseñó el verdadero ABC de ser igeano en el siglo XXI. Cuando niño, tío Alfonso, hermano soltero de mi madre, me había enseñado el ABC de la vida en Buenos Aires. Desde cómo tocar el timbre en la puerta de casa hasta leer el diario todos los días y afeitarme. La Caracola me enseñó las cosas elementales de Igea… entre tantas otra, aprendí de ella a almorzar en español…



Sí, llegamos a su casa un día a las once de la mañana, y nos preguntó si habíamos almorzado. Dije que no. Entonces abrió una botella de un vino dulce de Navarra y cortó unas rodajas de chorizo. ¿Almuerzan tan temprano?, me dije. Pero la sorpresa mayor fue cuando, después de dos horas de charla, nos preguntó, si nos quedábamos a comer. ¿Pero cómo, si ya almorzamos? Y de pronto comprendí. Nosotros llamamos almuerzo a la comida y no tomamos ningún tentempié formal a las once de la mañana.

Fue un aprendizaje mágico… entonces sentí que la tierra me había aceptado y que podía dejarme atrapar por ella y que podía permitir que mis piernas se hundieran en las tierras de mis deseo mientras caminaba sobre ella. Hablé varias veces con ella por teléfono y volví a verla en 2009. Después partió, dejando una estela de amorosa sabiduría que todos, no sólo yo, aún hoy reconocen.

En 2012, tuve el honor de ser invitado por mi amigo José Antonio Campos a una cena en la bodega de la peña de Los Happy’s. Desde entonces, los primeros domingos de setiembre, invariablemente hay fiesta familiar en casa y la Peña de Los Happy’s abre su sucursal, sólo por ese día, en Buenos Aires. La última vez que estuve fue en 2018. No necesito volver a contar el orgullo que me provocó que la corporación municipal, en cabeza del Alcalde don Sergio Álvarez Martínez, me otorgara el honor de encender el primer cohete en la apertura de la fiesta.

Pero éstas, son otras historias que merecen ser contadas en otro momento… hoy sólo quiero hablar de la Igea de la Caracola.

Igea es un pueblo de puertas abiertas, pero que sólo se abren cuando hay alguien que tiene la voluntad de hacerlo.


Mario2




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