José Antonio Arévalo o 'Pablo' vino al mundo en el 46 oliendo a campo. A los nueve y pico cambió cuadernos por cuchillos en la carnicería de la casa. Los corderillos le siguieron primero, dóciles como primos pequeños. Con diez abriles ya guiaba cabras, la sierra era su recreo y su cárcel. Y es que el monte no entiende de domingos, decía mientras arreciaba la helada.
Inocente, su padre, aguantó 109 inviernos con el cayado bien agarrado. De él heredó oficio, apodo y el gesto serio de quien habla con las nubes. 200 cabras llegaron a conocer su silbido y su nombre, que era el de su abuelo.
Pero las rodillas crujieron a los 57 y tocó pasar revista desde la verja. Ahora solo quedan cuatro madres y cuatro chotitas, suficientes para oler a leche fresca. La vecina convierte la sobra en queso, puro trueque de los de antes y lo hace sin etiquetas ni códigos de barras, solo por cariño y costumbre.
Los chavales del pueblo miran el monte y ven horas sin wifi ni sueldo fijo por eso el ganado se amontona en pocas manos y los cencerros suenan menos.
Pablo encoge los hombros: “esto es muy esclavo, hijo, pero me enseñó a respirar”. Recuerda las noches al sereno contando estrellas mientras las cabras rumiaban y piensa en la casa partida entre hermanos, en la carnicería que olía a historia.
Cada corte llevaba la huella de un linaje que no cabe en un DNI. Tal vez el oficio se muera, pero su rebaño chiquito mantiene la brasa encendida y mientras esa brasa dure, el valle seguirá llamándolo Pablo con voz de campana.